El capítulo 2 del libro de Hechos empieza diciendo: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos”, y allí, en medio de aquella reunión nace la Iglesia. Pero, ¿qué es Pentecostés? ¿Qué tiene que ver con nosotros hoy? A veces me parece que mucha gente piensa que Pentecostés comienza con la venida del Espíritu Santo, sin embargo, se trata de algo diferente.
Pentecostés es lo que en el Antiguo Testamento se llamaba Shavuot, es decir, la Fiesta de las Semanas, de la cual encontramos mención en el Pentateuco (Lv. 23:15-21; Dt. 16:9-12). Inicialmente estaba asociada a una celebración agraria en la que se agradecía a Dios por su provisión en la tierra prometida. Con el paso del tiempo, cuando empezó a darse la diáspora judía y ya no tenía ningún sentido agradecer a Dios las cosechas, puesto que vivían en tierras extranjeras, y llegó a dársele otra connotación y a festejarse por un motivo diferente. Lo que empezó a celebrarse en Shavuot fue la entrega de la Torá en el Monte Sinaí y es así como el mundo judío lo sigue haciendo en la actualidad.
Aquellos creyentes a los que se refiere el libro de Hechos estaban conmemorando justamente la entrega de la Torá, razón por la cual venían de diferentes lugares del mundo para celebrar este acontecimiento. Y es allí donde se derrama el Espíritu Santo sobre ellos y empieza oficialmente la Iglesia, recibiendo una palabra de Dios que pudo ser escuchada en los diferentes idiomas representados en aquel momento. Es así como la fiesta de Pentecostés se convierte para aquellos primeros creyentes en una doble celebración: por un lado, Dios desciende al Sinaí y ofrece su Torá al pueblo, por otro, el Espíritu Santo se hace presente y da el mensaje de Jesucristo a todos los pueblos.
En el aposento alto de Jerusalén aquella palabra de Dios se hace universal. El antiguo mensaje de Dios dado en hebreo, ahora se hace entendible a todo ser humano que quiera escucharlo. En Pentecostés se celebra así la unidad y al mismo tiempo la diversidad. Unidad porque todos reciben la misma palabra de Dios y diversidad porque cada uno puede entenderla en su propio idioma. Unidad y diversidad forman parte de la esencia de Pentecostés, y pocos llegan a entenderlo al confundir unidad con uniformidad. Justamente, aquella palabra de Dios puede ahora hablarse en diferentes idiomas introduciéndonos en la tensión de la traducción: los oyentes escuchan la palabra de Dios en su mismo idioma, con todas las implicaciones que esto conlleva, pues lo que una cosa significa en un lugar o momento no siempre quiere decir lo mismo si se cambian las coordenadas de espacio y tiempo.
La Iglesia nace siendo una y diversa al mismo tiempo. Por contradictorio que parezca, en diferentes idiomas hablan la misma palabra de Dios. ¿Cómo es posible esto? Sólo a través de la acción del Espíritu Santo. Cada pueblo de ahí en adelante hará suya aquella palabra escuchada y ocurrirá que muchas veces, por mera lógica, habrá malentendidos que lleven a confrontaciones. ¿Quién tiene la verdad ahora? Todos la tienen en su propio idioma. Nadie está obligado a aprender la lengua del otro. De ahí que Pentecostés sea la celebración de la unidad y de la diversidad al mismo tiempo. Es recurrente escuchar en la actualidad que el mundo protestante es criticado por sus divisiones, pero a lo largo de la historia hemos encontrado que dentro del protestantismo se han ido formando diversas tradiciones que hoy nos dan un concierto de voces digno de admirar, siempre y cuando ninguna de ellas quiera imponerse sobre la otra para hacerla callar.
Pentecostés no es una fiesta menor. Al contrario, de la misma manera que cuando celebramos nuestro cumpleaños o que muchos países celebran con gran entusiasmo sus fiestas patrias creándose así una identidad que los diferencia de los demás, también nosotros deberíamos celebrar nuestras festividades de tal modo que esta identidad cristiana se fortalezca con cada año que pasa. Pero celebrar Pentecostés requiere de nosotros abrir la mente para aceptar que, mediante el Espíritu Santo, otros también hablan palabra de Dios en sus respectivos idiomas. Celebrar el nacimiento de la Iglesia no es algo que deba olvidadarse. Con cerca de dos mil años de existencia, la Iglesia debe conmemorar con intensidad creciente este acontecimiento para que las futuras generaciones puedan unirse y heredar una vigorosa fe que trascienda al tiempo y al espacio.
Es sorprendente ver el poco interés que existe en gran parte del mundo protestante por celebrar las fiestas de nuestro calendario. La Semana Santa representa para muchos un simple tiempo de vacaciones, mientras que Navidad se ha convertido en una época meramente comercial. El domingo, aunque es un día consagrado por la Iglesia primitiva como día del Señor, muchas veces no es más que una oportunidad para quedarse durmiendo. El día de la Reforma protestante tampoco se celebra con el vigor con el que podría hacerse.
Justamente, son las festividades las que la dan identidad a una religión o a un país, o a cualquier grupo de personas que se identifiquen con lo mismo. El cristianismo adoptó el domingo como día del Señor y así creó su propia identidad con respecto al judaísmo. Nuestra visión del tiempo es lo que nos permite mostrar aquello a lo cual le damos importancia. ¿Qué celebramos? ¿Cómo lo hacemos? Las conmemoraciones, como su nombre lo indica, llevan en sí mismas el recurso de la memoria y sólo se le da importancia a lo que permanece en ella. Podríamos preguntarnos, por ejemplo, si la mayoría de nuestros hermanos en la fe sabe qué es Pentecostés o qué significa realmente el “domingo”. Las respuestas serían sorprendentes.
Celebrar nuestras festividades debe ser algo que en cada ocasión cobre mayor relevancia en nuestras comunidades de fe, ya que será así como trasmitiremos nuestra tradición a las futuras generaciones. Cabe preguntarnos, como dijo el doctor Edesio Sánchez en una ocasión: “¿Tendrá hijos nuestra fe? ¿Tendrán fe nuestros hijos?” Es cierto que los padres juegan un papel importante en el desarrollo de la fe de sus hijos, pero también es totalmente cierto que el modo en que las iglesias celebren su fe será determinante para quienes han de formar parte de la Iglesia en el futuro.
Es válido reflexionar sobre qué y cómo celebramos cuando nos juntamos como comunidades de fe. Leemos en la Torá que Dios mandó al pueblo celebrar comunitariamente varias festividades: Shabat, Pascua, Shavuot, Sucot (la Fiesta de las Cabañas), el jubileo, etc. Esto fue lo que lo hizo diferente de otros pueblos y lo que le dio identidad. Dejar de hacerlo representaba para ellos el hecho de asimilarse y dejar de pertenecer. Si nuestra actitud frente al tiempo que ocupamos en nuestras festividades es débil, con el paso de los años vamos perdiendo la identidad y la pertenencia que ha de caracterizarnos, ya que con la conmemoración de nuestras fechas señaladas nos ocurre una doble unión: nos unimos a quienes están celebrando con nosotros en otras latitudes y también a quienes a través de los siglos celebraron y nos legaron su testimonio hasta hoy.
Y este es el desafío que en el siglo XXI nos sigue dejando Pentecostés: celebrar el nacimiento de la diversidad cristiana, transmitiendo con alegría y optimismo la buenas nuevas de nuestro Señor Jesucristo, creyendo en la actividad del Espíritu Santo por medio de las diferentes voces que generan inclusión y no exclusión, en donde grandes y pequeños, ricos y pobres, hombres y mujeres, puedan entender cada uno en su propio lenguaje el mensaje de amor que Jesús nos dejó. Con esta visión nadie puede proclamarse dueño de la verdad, sino que aprenderá a disfrutar de las diversas voces del protestantismo que justamente son nuestra gran riqueza.
* Jair Villegas Betancourt es Licenciado en Economía, Licenciado en Teología y especializado en Estudios Judaícos. Es miembro de la Alianza Cristiana y Misionera Argentina, que es parte de la Christian and Missionary Alliance. este artículo fue publicado en el portal digital de Lupa Protestante en el 2013.